Pollos Mario
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Un Pedacito de Colombia en México
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Crónica de un espíritu libertador. Dramatización histórica de la Independencia de Colombia y México

Aunque los años se escapan de mi memoria como la arena entre los dedos, he sido testigo de dos nacimientos. Uno, el de mi querida Colombia, y el otro, el de México. Las tierras que me vieron pelear ya no me pertenecen, pero las llevo en mi corazón mientras viajo por los recuerdos de épocas tumultuosas, donde la libertad era solo un susurro que poco a poco se volvió un grito.

 

Todo comenzó en mi juventud, cuando las calles empedradas de Santa Fe de Bogotá resonaban con el bullicio de un pueblo inquieto. La vida, que hasta entonces había sido tranquila bajo el yugo del virreinato de la Nueva Granada, dio un giro cuando, el 20 de julio de 1810, un incidente en la casa de Llorente se convirtió en la chispa que encendería la revolución. ¿Quién hubiese pensado que la negativa a prestar un florero desataría la furia de un pueblo? Sin embargo, esa excusa no era más que el pretexto. Las verdaderas razones se gestaban desde hace tiempo en los corazones de los criollos, cansados de los abusos de la Corona española.

 

Santa Fe ya no era la misma. Las plazas llenas de vendedores ambulantes, los edificios coloniales que se levantaban orgullosos, las iglesias que dominaban el paisaje; todo esto empezó a ser el telón de fondo de una revolución silenciosa. La resistencia crecía en las sombras. Allí fue donde conocí a Policarpa Salavarrieta, una mujer de espíritu indomable. Recuerdo su mirada, firme y decidida, como si el destino no pudiera asustarla. Con el coraje que solo ella tenía, tejía una red de espionaje para los patriotas. «La Pola», como la llamábamos, no sólo transportaba mensajes; ella personificaba el alma de la rebelión. Y cuando los fusiles españoles apuntaron a su pecho en 1817, en medio de la Plaza Mayor de Bogotá, sus últimas palabras — «¡Viva la libertad!» — aún resuenan en mis oídos, un eco que no se ha apagado.

 

Y mientras Colombia se enfrentaba a sus demonios, Simón Bolívar, «El Libertador», se alzaba como una figura que parecía haber nacido de las entrañas mismas del conflicto. Sus discursos inflamaban a las tropas, pero lo que realmente impresionaba era su determinación. Yo lo vi cruzar los Andes en 1819, en aquella legendaria travesía que congeló los huesos de muchos. Sus ejércitos eran una mezcla de criollos, mulatos, indígenas y esclavos, todos con la misma meta: derrotar a los realistas y liberar a la Nueva Granada. En la batalla de Boyacá, el destino de Colombia quedó sellado. La victoria no fue solo de las armas, sino de la perseverancia, del sueño compartido por miles de corazones. Bolívar no solo liberó a un país; plantó la semilla de una América entera que aspiraba a ser libre.

 

Pero la historia de Colombia no fue un cuento aislado. Al otro lado del continente, en 1810, México vivía su propia revolución. Un sacerdote, el cura Miguel Hidalgo, en la pequeña iglesia de Dolores, levantaba la voz con su famoso Grito, un llamado a la insurrección que pronto recorrió todo el virreinato de Nueva España. México no solo luchaba contra la opresión española; luchaba contra siglos de desigualdad, una sociedad marcada por la diferencia entre criollos, mestizos, indígenas y esclavos. Las causas eran similares a las de mi tierra: la avaricia de la Corona, el desprecio hacia los nativos, la explotación de los recursos. Pero México, con su vasta geografía, enfrentó una guerra que se alargaría por once años.

 

Al igual que en Colombia, las mujeres mexicanas jugaron un papel crucial. Doña Josefa Ortiz de Domínguez, «La Corregidora», desde su casa en Querétaro, conspiraba con los insurgentes, arriesgando su vida y su familia para apoyar el movimiento. Y después de Hidalgo, vinieron otros líderes como José María Morelos, que con su «Sentimientos de la Nación» delineó los principios de una república más justa, basada en la igualdad y la soberanía del pueblo. Pero la lucha fue dura. Hidalgo y Morelos murieron antes de ver el triunfo de la causa. Fue en 1821, con el abrazo de Acatempan entre Agustín de Iturbide y Vicente Guerrero, cuando México finalmente rompió las cadenas del dominio español.

 

Colombia y México, dos tierras hermanas, vieron nacer su independencia casi al mismo tiempo, pero bajo circunstancias distintas. Bolívar no solo liberó a Colombia, sino que sus esfuerzos se expandieron a Venezuela, Ecuador, Perú y Bolivia. Su sueño de una América unida era grandioso, pero demasiado ambicioso para sobrevivir a las diferencias políticas y regionales. En México, en cambio, la independencia fue solo el comienzo de una larga cadena de inestabilidad. Las diferencias entre liberales y conservadores, entre centralistas y federalistas, desembocaron en guerras internas que durarían décadas.

 

Un episodio que nunca olvidaré fue la llegada de Maximiliano de Habsburgo a México en 1864. En medio de la confusión política, el emperador europeo fue traído como una marioneta del imperio francés. No obstante, Maximiliano, a pesar de ser un extranjero, intentó gobernar con justicia, buscando reformas que beneficiaran a los más desfavorecidos. Pero el pueblo mexicano no olvidaba sus luchas por la libertad, y cuando Benito Juárez recuperó el control, Maximiliano fue fusilado en 1867. Su ejecución marcó el fin del último intento monárquico en América Latina.

 

Hoy, mientras contemplo el destino de estas naciones, no puedo evitar comparar sus caminos. Colombia, a pesar de las guerras civiles que siguieron, logró consolidarse como una república. Sin embargo, la violencia nunca se fue del todo. Los conflictos internos, las divisiones políticas y, más tarde, el narcotráfico, se convirtieron en heridas abiertas que aún hoy sangran. México, por su parte, sufrió invasiones extranjeras, dictaduras y revoluciones. La Revolución Mexicana de 1910 fue quizás el último gran intento de resolver las injusticias heredadas de la Colonia. Pero incluso ahora, ambos países enfrentan desafíos similares: la desigualdad, la violencia, la corrupción.

 

Las mujeres, tanto en Colombia como en México, siguen siendo protagonistas de la historia. Si bien Policarpa y Manuelita en Colombia, y Josefa Ortiz en México, pusieron los cimientos, hoy las mujeres luchan en otras trincheras: por sus derechos, por la equidad, por ser escuchadas en una sociedad que a menudo las ha relegado. La lucha por la libertad no terminó con la independencia, sino que se transformó.

 

Mis recuerdos se desvanecen poco a poco, quizás nunca los viví, pero las imágenes de esos días siguen presentes. Puedo oler la pólvora de las batallas, escuchar los gritos de victoria y las lágrimas de los caídos. Lo que empezó como un sueño de libertad aún no se ha completado. El espíritu de Bolívar y el grito de Hidalgo siguen vivos en cada rincón de América Latina, recordándonos que la tal independencia fue solo el primer paso, pero aún queda mucho camino por recorrer.

 

 

Referencias:

 

– Bolívar, S. (1951). *Doctrina del Libertador*. Ediciones Cultura Hispánica.

– Bushnell, D. (1993). *The Making of Modern Colombia: A Nation in Spite of Itself*. University of California Press.

– Hamnett, B. R. (1999). *A Concise History of Mexico*. Cambridge University Press.

– Lynch, J. (2006). *Simón Bolívar: A Life*. Yale University Press.

– Rodríguez, J. E. (1998). *The Independence of Spanish America*. Cambridge University Press.

– Villegas, B. (2009). *Manuelita Sáenz: La libertad de amar*. Editorial Planeta.

– Vallejo, F. (1993). *Policarpa Salavarrieta: Heroína o Espía*. Intermedio.

 
 
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