En un rincón perdido de la vasta geografía de México, un paisa llegó un día, arrastrando consigo la memoria de las montañas de Antioquia y el bullicio de Medellín. Al bajar del avión, sintió que el aire era diferente, cargado de historias, como si las calles polvorientas de la Ciudad de México estuvieran impregnadas de las voces de millones de almas que, a lo largo de los siglos, habían moldeado ese lugar donde el pasado y el presente se entrelazan en un tejido imposible de deshilvanar.
A pesar de que a muchos de sus compatriotas los devolvieron en el mismo avión, él logró cruzar las puertas de aquel país. Sin embargo, el ambiente era tenso y desconcertante. Observó cómo algunos colombianos, que solo buscaban explorar las maravillas de México, eran recibidos con miradas de desconfianza, como si cargaran un estigma invisible que los marcaba. La mirada de los agentes de migración se convertía en un espejo cruel, reflejando un prejuicio arraigado: o los tachaban de delincuentes o asumían que solo anhelaban cruzar hacia Estados Unidos, aunque en la mayoría de las veces ni lo uno ni lo otro.
Mientras avanzaba por la terminal, la alegría y la curiosidad se entrelazaban con el miedo y la tristeza, recordándole que no todos compartían su suerte. Con cada paso, se preguntaba cuántos de ellos habrían llevado sueños en sus maletas, solo para encontrarse con un muro de desconfianza. A pesar de todo, el paisa respiró hondo, decidido a descubrir los secretos de aquel país que lo acogía, mientras en su corazón latía la esperanza de que algún día la humanidad trascienda las fronteras del prejuicio.
Al salir a las calles de la capital, la amabilidad mexicana lo recibió como un abrazo materno, con la calidez de quienes, a pesar de la prisa, siempre tienen un momento para preguntar cómo estás. Pero esta amabilidad, tan cargada de sonrisas y buenos deseos, tenía un trasfondo que el paisa, con su carácter sereno y observador, no tardó en descifrar. Porque si bien los mexicanos son generosos en sus palabras, también son veloces en su andar, como si la vida misma los empujara a correr sin cesar, mientras el paisa, acostumbrado al ritmo pausado de las tertulias y las parrandas, observaba con asombro el torbellino de la capital.
Las calles de la Ciudad de México eran un teatro perpetuo, un escenario donde la vida se vivía con la intensidad de una telenovela, y el paisa, que había llegado con la tranquilidad de sus montañas, pronto descubrió que la fantasía y la realidad se confundían a cada paso. En cada esquina, en cada mirada, en cada gesto, había una exageración dramática que desbordaba los límites de lo cotidiano, y fue entonces cuando comprendió que La Rosa de Guadalupe no era solo una serie de televisión, sino una extensión de la vida misma, una manifestación del espíritu mexicano donde cada acto cotidiano tenía la intensidad de un milagro.
Al caminar por las calles, el paisa se encontró con palabras que en su tierra natal tenían otro sentido y que aquí adquirían un matiz diferente. “Un pito” no era el sonido de un carro, sino un símbolo de la masculinidad. “El bolillo”, que en Antioquia evocaría la imagen del arma con la que patrullan los policías y del famoso exfutbolista El Bolillo Gómez, aquí se transformaba en el compañero de todo platillo, una pieza clave en la dieta diaria de los mexicanos.
Y entonces se dio cuenta de que “coger” en este país no se refería a tomar el bus, las llaves o la billetera, sino que tenía un significado más íntimo. La “chaqueta”, que en Colombia era el atuendo para abrigarse del intenso frío, aquí se tornaba en algo completamente distinto. Mientras en México uno se toma una chela, en Colombia se pide una pola. En las aceras de su tierra, él caminaba con naturalidad, pero aquí se deslizaba por la banqueta, como si el simple cambio de palabra le recordara su lugar en el mundo.
En su mente, se acumulaban más comparaciones: algo “chimba” en Colombia se convertía en “chido” en México, y la figura de alguien “teso” o “berraco” en su tierra se transformaba en un “cabrón” aquí. Cada término era un pequeño recordatorio de que el lenguaje, como el paisaje, se tejía con hilos culturales distintos, enriqueciendo su experiencia en un país donde el sentido de pertenencia se entrelazaba con el descubrimiento de nuevas formas de comunicarse.
Pero fue en el transporte público donde el paisa sintió la verdadera diferencia entre ambos mundos. El Metro de la Ciudad de México, con su costo insignificante para los mexicanos, lo introdujo en un caos inabarcable, un espacio donde la vida parecía concentrarse en un solo punto, generando un desorden que en Medellín solo podía culminar en una carcajada, mientras aquí desembocaba en un desencuentro inevitable.
El paisa, que había llegado con la nostalgia de su tierra, pronto descubrió que las diferencias culturales no eran solo superficiales. El machismo, tan presente en la sociedad mexicana, se manifestaba en los piropos que, aunque en Colombia existían, aquí tenían una fuerza inusitada, como si fueran la expresión de un poder ancestral que el hombre mexicano ejercía sobre la mujer. Y si en Bogotá los piropos eran cosa de barrios bajos, en la Ciudad de México resonaban en las avenidas principales, lanzados desde las ventanas de las camionetas lujosas, recordándole al paisa que la batalla por la palabra también era una cuestión de poder.
A pesar de las diferencias, el paisa encontró en México un orden que no había anticipado. Las calles, aunque bulliciosas, le ofrecían una seguridad que en Medellín o Bogotá solo encontraba en los barrios más vigilados. Aquí, en la vastedad de la Ciudad de México, podía caminar sin la constante preocupación de que su celular fuera expropiado por un desconocido, y eso le daba una tranquilidad que, aunque costosa, no tenía precio.
Y así, mientras se adaptaba a la vida mexicana, el paisa no podía evitar comparar las dos tierras que ahora habitaban su corazón. La gastronomía mexicana, con su picante omnipresente y su devoción por las tortillas en todas sus formas, se enfrentaba a su arepa y a la diversidad de caldos y sopas de su tierra natal, donde el sancocho, el ajiaco, el caldo de costilla, el consomé de pollo, el caldo de pescado, la sopa de enfermo, el mondongo, la sopa de arroz y hasta la casi siempre odiada changua, eran más que simples platos, eran símbolos de una cultura que se aferraba a lo propio, resistiendo la invasión de sabores extranjeros.
Al final del día, mientras el sol se escondía detrás de los volcanes que rodean la Ciudad de México, el paisa comprendió que su aventura en esta tierra le enseñaría más de lo que había imaginado. Cada sonrisa, cada palabra y cada gesto estaban impregnados de lecciones que le recordaban que, aunque las diferencias eran muchas, los lazos que unen a los pueblos son aún más fuertes.
En México, se vive de una manera particular. Aquí, el mexicano toma en grandes cantidades, ya sea por tristeza o alegría, pero siempre en casa o en un lugar cerrado. Le contaron que si lo haces en la calle, te llevan a la cárcel. En Colombia, la cultura es diferente; somos más abiertos para beber, disfrutando de una buena parranda en cualquier calle o acera, donde el aguardiente es el rey. Pero en este nuevo mundo, había un control que no comprendía del todo.
Lo que lo sorprendió también fue la fe que tienen aquí. Aunque son famosos por la Virgen de Guadalupe, no encontraba tantas iglesias como en los barrios de Medellín, donde cada esquina parece tener una capilla. Aquí, la devoción se expresaba de otra manera. Sin embargo, lo que notaba era que, a pesar de vivir varias generaciones bajo el mismo techo, las familias no siempre parecían tan unidas. A su parecer, en Colombia, aunque habitamos con cobijas partidas y casas separadas, solemos integrarnos en fechas especiales y estar al pendiente del otro. Pero en México, a veces, esa convivencia se tornaba en eternas peleas y dramas familiares.
Además, era evidente que el mexicano también se reproduce más, con familias más grandes y numerosas, como las que se vieron en Colombia a mediados del siglo pasado. El paisa no podía evitar notar cómo, en este país, la cantidad de hijos parecía ser una norma, en contraste con las tendencias más recientes en su tierra natal, donde las familias tienden a ser más pequeñas.
Algo que extrañaba con nostalgia era el olor a loción frutal que evocaba su hogar, el aroma a flores y café que adornaban las calles de su Medellín. En la Ciudad de México, los aromas eran más intensos, predominando el picante y las notas terrosas que llenaban el aire con una mezcla de vida y bullicio, aunque a veces le resultaban abrumadores.
Mientras paseaba por las calles, se dio cuenta de que en México no se suele hacer el mercado en la plaza, el supermercado o el centro, sino en los tianguis, esos mercados ambulantes que parecen brotar en cada esquina, llenos de color y variedad, donde la negociación es parte del juego.
Además, cuando escuchan su acento, inmediatamente piensan que es el acento colombiano, como si su tierra solo tuviera un único tono. En Colombia, hay muchos acentos: el rolo, el caleño, el pastuso, el santandereano, el costeño, el chocoano… Sin embargo, aquí, todos parecen quedar atrapados en una idea simplista. Y siempre hay alguien que le habla de una tal cumbia colombiana que jamás ha escuchado, porque allá este ritmo es típico de la región caribe, hecho a base de percusión. Pero en México, le meten un sintetizador que lo deja entre confundido y extrañado.
En esos momentos, recuerda la comida mexicana que le vendían en Medellín, donde los tacos eran con tortilla dura y las quesadillas se diferenciaban de los burritos porque estas tenían queso. Todo se siente tan diferente, desde la preparación hasta la presentación, y aunque intenta adaptarse, la añoranza por los sabores de su tierra nunca lo abandona.
Sin embargo, había un tema oscuro que lo incomodaba: las mordidas de la policía. En las calles de la Ciudad de México, el paisa se dio cuenta de que la extorsión estaba presente en cada esquina, como un espectro que acechaba a los desprevenidos. Los policías, en lugar de ser los guardianes del orden, a menudo se convertían en un obstáculo más, buscando obtener beneficios a costa de aquellos que se atrevían a cruzar su camino. Mientras en Colombia se empezaba a ver a los policías y militares cuidando las carreteras con el pulgar arriba, animando fiestas con niños y creando pedagogía, en México la relación con la autoridad se tornaba complicada y, a veces, temida.
Al final de una noche de festejos, cuando el guayabo apretaba, el paisa recordó cómo en Colombia se pasaba el malestar con una empanada con ají, unas salchipapas o un perro caliente de la esquina. Pero aquí, la tradición era diferente: el remedio para el malestar se encontraba en unos buenos tacos nocturnos, que se vendían a la vuelta de la esquina.
Con todas estas reflexiones en mente, el paisa continuó su camino, llevando consigo la berraquera que lo define. En medio del caos y el dramatismo de México, había encontrado un espacio en este mundo vasto y pequeño a la vez, donde las diferencias se tornaban en oportunidades para crecer y aprender del otro y con otros.
Por: Carolina Mejía
CaronotasTv